Los movimientos vitales son como las diferentes estaciones del año, cada una trae sus cambios, tonalidades y ritmos. En muchas ocasiones nos resistimos a esos entramados, intentando que se acomoden a nuestras necesidades.
Sin embargo, siguen su curso, su ritmo y su tiempo. Transitar esos estados no siempre es fácil, nos interpelan y confrontan con aspectos que no siempre queremos aceptar. El otoño nos muestra como la naturaleza se va preparando sutilmente para ir hacia el interior, en busca de nuevos nutrientes. La variación de colores amarillos, ocres, rojizos van acompañando lentamente ese proceso de introspección.
Siguiendo esta metáfora, hay momentos en nuestra vida donde los colores se van apagando, invitándonos a entrar en nuestro interior, a dejar de mirar hacia afuera para encontrar nuestro propio ritmo. El invierno nos invita al silencio, a estar dentro de nosotros a mirar nuestras sombras y a la vez ir preparando el terreno para lo que vendrá. Es un tiempo de movimientos lentos, pausados, de sonidos lejanos.
Hay un movimiento interior invisible a los ojos humanos, como el tiempo de gestación. La aceptación es el primer paso para dejarnos sorprender por lo que vendrá, es un tiempo para confiar y apostar. Y como la naturaleza es “sabia” como la que corre por nuestras venas, nos trae la primavera, con los primeros brotes de aquello que se fue desarrollando ante las situaciones que transitamos, Los colores lentamente comienzan a darnos pistas, los sonidos más alegres y la claridad de los días más largos y sostenidos.
La música de la naturaleza vuelve a abrazarnos con sus diferentes ritmos y matices. Y luego el verano, que trae la culminación de ese proceso, se abre nuevamente a la Vida dando luz y calor a cada paso. Y así se va completando nuestro andar por la vida con diferentes estaciones, todas necesarias para aprender, transitar y crecer. Quizá la clave sea entregarse a los procesos, sin resistir, tomando el timón para guiar nuestro rumbo hacia la mejor versión de nosotros mismos.